Yambio,- SOUTH SUDAN- 2018
José María Freire Duró
En el ejercicio de recordar el pasado inevitablemente echamos mano de la imaginación, y, a veces también de la creatividad. Podemos rememorar hechos, descripciones, quizás también tiempos. Pero cuando se trata de revivir emociones, sensaciones, sentimientos e impresiones, los recuerdos se tiñen de la subjetividad del momento en el que son evocados y del estado de ánimo que impulsa la tinta de la pluma.
Mi reciente experiencia en Sudán del Sur durante estos tres últimos meses, formando parte del equipo de MSF de salud mental para la atención y apoyo de niños y niñas soldado, liberados en los pasados meses de febrero y abril de este año, fue nueva, intensa y distinta. Ahora recuerdo nombres nunca antes escuchados: Bakiwiri, Nabagú, Asanza, Baiporo, Timburo, Mango Tree, CTC, Tindoka, Masía…Yambio. El nombrar esos lugares desconocidos es mi pequeño aprecio y gratitud a la tierra nueva que me acogió durante ese tiempo y me hizo crecer como profesional y como persona.
Recuerdo las caras, los paisajes, las actividades, las consultas, los materiales que utilicé en mi trabajo, pero me resulta imposible reflejar y recordar lo que ocurría dentro de mí, en esos momentos de actividad. Creo que era algo así como plenitud, satisfacción y el convencimiento de estar en el lugar acertado con las personas adecuadas.
He aprendido una vez más del momento presente. Ese fue mi ejercicio diario: el reconocimiento de la plenitud del aquí y el ahora. Por tanto, lo que viene a continuación son solo piezas de información, en forma de vagos recuerdos que todavía anidan en mi memoria.
Trabajar en África una vez más, durante una emergencia, en un país en medio de una guerra civil, me ha hecho reflexionar y crecer. En esta ocasión la experiencia la abordé como una práctica informal de tres meses. Por supuesto, también hubo regulares prácticas formales, condicionadas muchas veces, por el miedo a que algún mosquito, de apellido Anófeles, se posase en mi piel e hiciese de las suyas…
Esta vez, decidí observar cada momento. Investigué la incertidumbre que supone viajar a una zona de alto riesgo y el miedo anticipatorio, que era más poderoso e invasivo que el de los pies que ya pisaban la tierra roja de la región de Western Equatoria de Sudán del Sur. El desasosiego al integrarme en un equipo de trabajo, en el que la edad de alguno de sus miembros era poco más que la edad de mi hija. La ansiedad de proyectarse en el futuro y pensar: “¿Saldrá bien la cosa?”…
Y todo esto lo ves, lo aceptas y te repites a ti mismo: “¡Qué bien que me doy cuenta!”… Y agradezco a mi cerebro que me permita sentir la alerta y, al mismo tiempo, dejarla marchar.
Percibí diferencias culturales, diferencias de edad, de idioma, de raza, de concepción del mundo. Aparentemente, solo se ven barreras y los condicionamientos están siempre presentes. Pero también era consciente de mi papel profesional, de mi misión: “Soy miembro de una organización, que salva vidas, que alivia el sufrimiento y que reconoce y devuelve dignidad a las personas en contextos difíciles”.
He sido formado para eso y he elegido acompañar en el sufrimiento para aliviarlo. Mi experiencia también me posibilita el ayudar a las personas a tomar el control de sus vidas, a pesar de lo que estén viviendo, y a que sean capaces de idear un futuro, una ilusión, o a darle un sentido a sus vidas.
Y es aquí donde las diferencias y las barreras empiezan a difuminarse, porque somos de la misma especie, y nuestros cerebros funcionan de la misma manera.
El día 5 de mayo, recién aterrizado, vi al primer paciente: un chico de quince años. La intervención la realicé dentro de una tienda azul. El calor era sofocante. El sudor de los casi 40 grados se fundía con el de la primera sesión. Tengo un profundo respeto por las primeras sesiones, en las que se ha de hacer el primer movimiento y el más acertado. Percibía mi nerviosismo, no por no saber qué tenía que hacer, sino “¿Cómo lo voy a hacer?”.
Tenía mis dudas sobre si los protocolos de intervención “occidentales” se adaptarían a este muchacho de mirada esquiva y con ojos expectantes que me decían: “¿Qué me va a hacer este kawaya (hombre blanco) que me observa y me sonríe?”.
-“Guine pai?” (¡Hola!, ¿Cómo estás?)- dije.
– “Pai te” (bien) – me respondió, sorprendido de escuchar, por primera vez en su vida a un kawaya hablando su lengua…
El objetivo no era, de momento, curar. El objetivo era “CONECTAR”, es decir, establecer un vínculo entre humanos, cuya base fuese la confianza, la aceptación y el respeto mutuo. Su historia, como muchas otras que escuché durante mi misión era dura. Su pasado reciente le iba a condicionar toda su vida por múltiples razones. Se había perdido gran parte de las experiencias de conexión real con las otras personas. Se había pasado tres años de su niñez, raptado por el grupo rebelde, opositores al gobierno del país, con el que se enfrentan todavía en una guerra civil interminable e invisible para el resto del mundo.
Nadie sabrá que fue secuestrado, retenido, amenazado con matar a su familia si se escapaba y dejaba el “bush” (la vida en el monte/jungla). Allí había aprendido a obedecer sin rechistar, bajo amenaza de castigo, a ir a buscar agua, a cargar y transportar bultos; también había tenido que aprender a amenazar, a causar pánico, a golpear a otros, a montar y desmontar un arma, a intimidar con ella, a robar y a disparar…
Esa había sido su vida en los últimos tres años. Sus únicos aliados, los otros chicos con los que compartía cautiverio y que también habían sido raptados, eran solamente compañeros de supervivencia.
Tras su liberación, después de una mediación de UNICEF entre las partes en conflicto, el gobierno le había prometido comida, cuidados, seguridad, educación, ropa, alojamiento, y un lugar para vivir… Pero eso no había llegado todavía. Incluso sentía el riesgo de ser nuevamente reclutado o también tentado de volver al único lugar donde tenía identidad ya que su familia lo rechazaba y su comunidad no lo aceptaba por las “bad things” (cosas malas) que había hecho.
Y allí estábamos los dos, frente a frente, con la traductora a mi lado. El proceso terapéutico ya había comenzado anteriormente a través de las compañeras del equipo médico que habían realizado el “screening” (valoración de la severidad de síntomas) y la derivación de su caso hacia mí.
Decidí que el proceso terapéutico fluyese en paralelo al proceso de construcción de la conexión. Quizás, si yo conseguía crear ese vínculo, esto facilitaría su proceso de correspondencia con el resto del mundo, y, a la vez, con su presente y con su futuro.
Su cabeza estaba permanentemente en el pasado. Sus pensamiento recurrentes eran: “¿Cómo he podido yo hacer eso?”, o “¿Por qué hice lo que hice?”, y las respuestas nunca llegaban.
Decidí ser predecible, consistente, controlable para él y actuar con moderación, ofreciéndole un ambiente de seguridad. Él iba a marcar el ritmo. Yo aceptaba su desconfianza, sus juicios, sus dudas y su incomprensión. Se trataba de estar con él todas las semanas, cuando la lluvia o las amenazas de ataques o choques armados no lo impedían. Se trataba de llegar con las manos vacías, simplemente para decirle “guine pai?”. Posiblemente no tenía muchas personas en su vida que le hiciesen esa pregunta.
Por supuesto que había trauma, pesadillas, pensamientos intrusivos, culpa, somatizaciones, desconcierto adolescente (eso viene siempre “de serie”), y desconcierto social porque no tenía ni espacio ni rol en la comunidad, y en África… la comunidad es fundamental para la supervivencia. Sus planes incluían el marcharse a vivir con su hermano mayor a Uganda.
Le hablaba de la salud mental, de las emociones, del malestar físico y psíquico, de las pesadillas, de la ansiedad, del miedo… y logramos descubrir juntos lo que era el presente, la capacidad de elegir, el concepto de libertad y la capacidad para asumir las consecuencias de sus decisiones.
Le invité a viajar al futuro, a que idease el suyo: “What do you want to be when you grow up? –(¿Qué quieres ser cuando seas mayor?). Nadie le había hecho esa pregunta antes: “ Maybe driver, doctor, nurse, teacher, businessman in the market…”, y para llegar a ser eso había que pasar por el presente. Es frecuente el contarle a los pacientes que, en gran medida, nuestro futuro depende de las elecciones en nuestro presente y hablamos de sus alternativas y de sus posibles decisiones.
Llevaba conmigo mi “spinner”, ese artilugio que cuenta con una pequeña caja de rodamientos de bolas de acero. Su principal característica es que gira durante mucho tiempo, casi dos minutos. Se lo dejé manipular. Lo hizo moverse. Le sorprendió y le gustó. Le pedí que observase los giros hasta que se detuviese del todo; al mismo tiempo le pedí que observara su respiración (“In and Out”). Le pedí permiso y le invité a hacer el ejercicio. La primera vez se sintió extraño, algo turbado y ridículo (también esto le viene “de serie” a los adolescentes). Cuando el “spinner” dejó de girar le pregunté qué había pasado por su cabeza y por su mente. Repasamos los estímulos externos e internos y se dio cuenta de que venían, aparecían y desaparecían: Pequeños movimientos corporales propios o de otra persona, ladridos, camiones, voces, pensamientos, recuerdos, imágenes, olores, su postura. Acababa de descubrir el presente. Le pregunté si quería repetir y dijo que sí, entonces aproveché a hacer mi primer ejercicio de Mindfulness en la Respiración con traductora simultánea.
No estaba seguro de si le volvería a ver, pero quería que se llevase algo con él, una herramienta que le ayudase a entender y a manejar sus pesadillas, y que alcanzase una cierta conciencia de control de su vida.
Y todavía quiso repetir. Le había gustado. Se había sentido bien, seguro, cómodo y dijo que lo iba repetir por las noches.
En las siguientes sesiones, porque afortunadamente las hubo, trabajamos su presente y la forma en la que su cerebro aprendía y se transformaba, y el suyo especialmente, porque era un cerebro adolescente.
Conoció la atención, la concentración, la memoria, las decisiones, la paciencia, el autocontrol…. las funciones ejecutivas. Comprobó que era capaz y que era testigo de este proceso.
Como si de un chamán se tratase, este kawaya que escribe sacó de su mochila su “Tablet” cargada de “apps” de entrenamiento de habilidades cognitivas, demostrándole lo que era el aprendizaje, el logro, la confianza en sí mismo, el aprender de los errores como proceso normal y natural.
En todas las sesiones había prácticas de los dos tipos, y también por supuesto, todo el trabajo de abordaje de los síntomas que manifestaba: pesadillas, los malos recuerdos, la pena, la culpa, la rabia y la cólera… Agradeció mucho que le ayudásemos a ver lo que era “ser libre”, a dejar el pasado atrás, y a evitar que volviese al “bush” otra vez con los rebeldes.
En la sesión de despedida, mi última sesión con él, ya que continuaría trabajando con la compañera que me reemplazaría, le pregunté por su estado general: No había pesadillas, ni pensamientos intrusivos, iba a la escuela, tenía amigos, jugaba al fútbol y ayudaba a su familia a trabajar la tierra.
Y como es frecuente en algunas personas, yo estaba acostumbrado a que me escuchase con la mirada perdida. Con Rebecca, la traductora local, no se comportaba de la misma manera, lo hacía siempre conmigo.
Confirmé con él que los síntomas iniciales eran ya insignificantes desde hacía varias semanas y, finalmente, le pregunté por qué seguía viniendo, por qué creía que nos seguía necesitando. En ese momento, se quedó callado y casi “pillado” por mis preguntas; me miró fijamente a los ojos como nunca lo había hecho, no dijo nada, me regaló una brillante sonrisa adolescente… y me di por respondido.
Si deseas documentarte más sobre lo que ocurre en Sudán del Sur en relación a la guerra, los niños soldados y lo que hacen los profesionales como José María para ayudar te invitamos a ver el artículo realizado por Nacho Carretero en El País.