Esta tarde estaba jugando con mi hijo mayor que ya tiene 6 años cuando de repente se golpeó una pierna. En un momento de desatención y desconexión de mi parte le dije algo en relación a ese dolor y su reacción. Creo que le dije algo del estilo… “ya está, no es nada hijo, ya pasó”… no lo recuerdo del todo bien, lo que me muestra aún más mi estado de desatención. Sin embargo, lo que me dió la pauta de que mi comentario no fue del todo asertivo y conectado fue su respuesta a modo de pregunta. Con un tono enojado, certero y centrado a la vez me dijo:
“¿Y vos qué sabés mamá cuánto me duele, si vos no estás en mi cuerpo? … ¿vos que sabés si vos no sos yo?”
Se hizo un silencio.
Lo escuché.
Paré.
Ahí mismo me desarmó y ahí mismo me desperté.
Fue allí en ese instante cuando pude sentir su dolor por el golpe y su otro dolor en forma de enojo por no estar sintonizando con él. Gracias a que lo pudo expresar en ese mismo momento de manera tan sabia y honesta también pude sentir mi dolor por no estar presente allí para él, por no estar siendo la madre que quiero ser para mis hijos.
Y en cuanto me dí cuenta de esto, volví a parar internamente porque eso me dolía. Volví a hacer espacio donde no entraba la luz y a ofrecerme compasión por mi propia desatención, por ser humana y por muchas veces no poder.
Me arrodillé a su lado, lo miré y le dije que tenía razón, mucha razón, y que era verdad: yo no lo podía saber… y le pedí que por favor me contara qué estaba sintiendo, qué necesitaba.
Me mostró, lo escuché, lo miré y me miró. Eso necesitaba.
Era simple. Era estar con lo que era.
Y claro, seguimos jugando un rato más hasta la hora de la cena.
Ahora que ya todos duermen en casa, vuelvo a pausar y me pongo a recordar y a reflexionar sobre esta escena tan cotidiana, pequeña y repetida para muchos padres y madres. Me detengo a mirarla y a mirarme y me animo a extender lo aprendido al resto de nuestras relaciones como la pareja, padres, otros familiares, amigos, colegas, alumnos, pacientes.
Aprendí una vez más de qué se trata la tarea de sostener y nutrir nuestros vínculos de una manera auténtica, coherente y genuina. No se trata de ser perfectos y estar siempre despiertos. Se trata de permitirnos ser humanos, aceptarnos imperfectos y vulnerables de poder dar y recibir respuestas que a veces generan dolor.
Nuestros vínculos se nutren de actos repetidos, habitados de presencia amorosa y compasiva, de momentos de desconexión y tensión y de tener claridad, apertura y coraje para mirar de frente, reparar y volver a empezar… y así seguir jugando hasta que llegue nuestra última cena.
La reparación en nuestros vínculos es indicador de su nivel de solidez, incondicionalidad, honestidad e integridad. Aprendí que para reparar hay mirar de cerca lo roto. Como el arte japonés del Kintsugi, cuando un vínculo se repara se hace más bello, se fortalece y cuanto más se fortalece más se profundiza.
Esta noche en silencio celebro doble: por mi pequeño e inmenso maestro quien me ofreció esta enseñanza….y porque yo pude quedarme allí a su lado abierta, compasiva y no defendida para recibirla.
Gracias hijo y gracias a la conciencia que nos sostuvo cerquita cuando todo esto nos pasaba.
Nada nuevo, lo sé. Pero siento que no viene nada mal recordarlo, sentirlo en primera persona y contemplarlo una vez más.
Quiero abrir el espacio aquí a través de sus comentarios para explorar juntos y compartir sus experiencias, aprendizajes, reflexiones en torno esto de ser humanos siendo humanos en relación. Tengo la certeza que no estoy sola en esto.
Me encantará leerlos, de verdad!
Gracias por leerme a mi. Los saludo desde aquí, María Noel