Desde siempre me he sentido atraído por la pintura impresionista. Más allá de citar a los pintores clásicos de esta corriente, tales como Manet, Monet, Renoir o Van Gogh, lo que me conmueve de este arte es su capacidad para expresar lo intangible. Quiero decir que no se puede atrapar con el pensamiento lógico o conceptual. El budismo zen japonés se emplea el término fukatoku, imposible de apresar. Nosotros somos muchas veces así, tratamos de atrapar la fugacidad de la impermanencia. ¿Ustedes creen que es posible sujetar las nubes o frenar el aire? ¿Creen que pueden retener las emociones, las sensaciones o los pensamientos?
Todos podemos captar la belleza de la vida a través de una mirada certera. Con las prácticas de la atención consciente nos convertimos en fotógrafos de la experiencia. Meditar es una invitación al descanso del alma y la apertura del corazón sensible. Sabemos que el estrés y el malestar de cualquier índole son innecesarios. Son programas que actúan inconscientemente a través de nosotros, no nos definen, ni hacen honor a lo que verdaderamente somos.
Tras largos años de práctica meditativa, hoy comprendo que sentarse a meditar es un encuentro sagrado con la existencia.
Tras largos años de práctica meditativa, hoy comprendo que sentarse a meditar es un encuentro sagrado con la existencia. Pararte en silencio, encontrar esa quietud anhelada, mirar con calma, observar con atención y contemplar desde el asombro, es un verdadero regalo, un acto simple y hermoso. Para ello, no se requiere del esfuerzo de la voluntad y, cuando sucede, acontece que la forma y el fondo se unen en una danza armónica donde la estabilidad y el movimiento confluyen naturalmente.
Los meditadores nos sentamos y sentimos, nos situamos y encontramos la serenidad en los recovecos de nuestro ser. A través de esos espacios se hace visible la luz de la presencia que acaba envolviéndonos por dentro y proyectándose hacia afuera. Todos tenemos la capacidad de abrirnos, soltar tensiones innecesarias y fomentar el bienestar saludable. Éste es el anhelo de todo practicante de meditación, de todo seguidor espiritual.
Cuando nos identificarnos con el falso yo, nuestra verdadera naturaleza permanece oculta, aunque ésta nunca ha desaparecido, siempre está ahí, pero no la vemos. Nos ocurre como a los personajes del siguiente relato:
Cuando un ciego se despedía de su amigo, éste le dio una lámpara.
—Yo no necesito una lámpara, – dijo el ciego. pues para mí, claridad u oscuridad no tienen diferencia —
—Cierto es —dijo su amigo—, pero si no la llevas, tal vez otras personas tropiecen contigo.
—De acuerdo. La acepto. —repuso el ciego.
Tras caminar un rato en la oscuridad, el ciego tropezó con alguien.
—¡Uy! —gritó el ciego.
—¡Ay! —gritó el otro.
—¿Es que no has visto la lámpara? —preguntó enojado el ciego, a lo que el otro respondió:
—¡Amigo! Tu lámpara está apagada.
… no es lo mismo vivir en modo de presencia que hacerlo en modo de ausencia.
A veces, nos sucede como al ciego, nos prestan una lámpara para que pongamos luz en el caminar, sin embargo, el problema está en que andamos, creyendo firmemente que nuestra lámpara nos ilumina a nosotros mismos y a los demás, pero ni siquiera somos capaces de percibir, si está encendida o apagada.
Concluyendo, no es lo mismo vivir en modo de presencia que hacerlo en modo de ausencia. No es lo mismo, no lo es. Meditar es un desvelamiento amoroso de nuestro rostro original. La conciencia es en nosotros, pero no somos nosotros. Meditar es permitir que la luz de la conciencia se ilumine a través de nosotros mediante palabras, actos y pensamientos compasivos. Para que esto ocurra, es necesaria la quietud.
Denkô Mesa
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Mesa, Denkô. «Quietud». Editorial San Pablo, 2019. ISBN 978-8428556569