Hay momentos en la vida en donde nos perdemos en medio del camino, incluso nos perdemos a nosotros mismos. Perdernos los puntos de referencia que nos sostenían, las certezas que nos engañaban, las expectativas que nos empujaban a otro lugar, perdemos las narrativas que construimos y nos construyeron.
En realidad perdernos de vista casi todo menos nuestro sufrimiento, nuestra sensación de inadecuación, de desilusión con nosotros mismos y con nuestro pequeño mundo. Sólo vemos de cerca cómo duele el dolor y cómo desde él generamos dolor a los demás. Sólo vemos y sentimos un solitario e innombrable dolor.
Allí, en estos momentos que son eternos, como cada momento lo es, el espacio interno desaparece, el aire es denso y el corazón se contrae. Se hace muy pequeño y late fuerte, bien fuerte. Ese latido en la contracción duele, duele mucho y a la vez nos recuerda que estamos conectados con la vida que late en él y en nosotros. Mientras sigamos tocando el dolor con temor sólo habrá más separación.
Cuando nuestro corazón está quebrado, falta espacio y perspectiva, se siente ahogo y frío. Y cuando esto sucede, en un instante que parece para siempre, nos olvidamos de nuestro lugar en la familia de todas la cosas. Creemos y creamos de manera firme y equivocada que sólo somos eso que se siente pequeño, algo roto y débil. Sólo nos queda mirar la caída de algo que en realidad nunca existió. Muchas veces nos toca ser testigo en primera fila del derrumbe de aquello ilusorio que creímos tan sólido y real.
Cuando nuestra mente-corazón se estrecha sentimos que todo aquello que es valioso en nuestra vida deja de ofrecer su valor, su luz, su bendición. Se puede convertir en una carga, una exigencia más o un rol imposible de ejercer. Parece que no hay desde donde estar. Estamos tan arraigados al dolor y perdidos, que el amor que nos rodea de infinitas y bellas formas se convierte en un peso que nos amenaza.
Esto puede pasar en muchos de nosotros cuando entramos en el trance del aislamiento, de ese encierro oscuro y de soledad, esa soledad que duele. Ahí estamos, rodeados de gente y parece que no hubiera nadie. Por que nadie entra a ese espacio frío, cerrado bajo 7 llaves que guarda la incertidumbre y el miedo, la vergüenza y la inadecuación. Se guardan allí las preguntas al sentido de todas las cosas, de nuestros pasos y por sobre todo, de la vida que tuvimos el valor de crear a cada paso. Allí respiramos, sólo respiramos bajito y profundo para saber y sentir que aún estamos vivos.
En ese mismo espacio, en esa tierra donde todo parece haber caído y estar en pedazos, sobre los escombros podemos descubrir que la transformación es posible simplemente por que el cambio es constante. Allí, donde todo parece muerto y luego todo estaba vivo, como dice Pablo Neruda en uno de sus poemas.
nace la claridad y la certeza amorosa de la integridad oculta que yace dentro nuestro, que siempre estuvo allí
Donde respirábamos la sensación fragmentación y sequía nace la claridad y la certeza amorosa de la integridad oculta que yace dentro nuestro, que siempre estuvo allí, y que dejamos de sentir y olvidamos por un tiempo o mucho…¿quién sabe? Sólo cada uno sabe.
El despertar es gradual. Poco a poco cultivamos el coraje de mirar profundo, de dejar de huir y más importante aún, el coraje de dejarnos acompañar en la intimidad de nuestra oscuridad por un otro que nos mira, nos recibe y nos sostiene en el silencio de su corazón que también conoce este dolor en su propia voz. Generamos así las condiciones internas para contemplar el sufrimiento con los ojos abiertos y el corazón en paz. Allí se despierta una conciencia tan amplia y compasiva como el universo que nos sostiene.
La compasión es tan profunda y potente que sostiene todo: el dolor y mucho más.
La compasión es tan profunda y potente que sostiene todo: el dolor y mucho más. Y en ese “mucho más”, en ese darnos cuenta que no somos nuestro dolor, nuestras heridas o nuestros miedos, se encuentra la semilla del despertar a la propia ignorancia que nos alejaba de la conciencia de nuestra verdadera naturaleza. Allí hay silencio, no es el silencio que grita de dolor, ese no. Es un silencio claro y vasto, tan generoso e infinito como el silencio que precede al mundo.
Cuando somos capaces de tocar el sufrimiento en este aparente estrecho espacio y podemos soplar sobre la herida, naturalmente emerge esa compasión feroz que ilumina todo, incluyendo el corazón del dolor. Lo reconoce y contiene, lo abraza y abriga durante todos los días que dure la oscuridad de la noche, y allí lo acuna en sus brazos hasta que se calma.
En esa calma, que es espacio amoroso, surge la claridad y de su mano la sabiduría que nos recuerda nuestro lugar en la familia de todas las cosas. La conciencia de nuestra humanidad compartida se ha despertado: ya no estamos solos. En realidad nunca lo estuvimos, sólo que ahora sabemos y sentimos que no lo estamos.
Solo allí podemos confiar y descansar en la paz que nos brinda la conciencia de la integridad oculta e inquebrantable de nuestra dignidad humana.